miércoles, 19 de febrero de 2014

Esto no es una isla.



Sudcaliforma es una península rodeada de incógnitas, unida a tierra firme solamente por una certeza, no sabemos cuál. Es una tierra de geología artística antiquísima, de piedras pintadas y talladas, anteriores a otras culturas de Mesoamérica, y, al mismo tiempo, un territorio de subculturas nuevas, un vórtex que atrae y atrapa, que completa el ciclo y se renueva sobre sus fósiles. La creación del artista enriquece y confirma el sistema de valores estéticos de la colectividad y se retroalimenta, dice Juan Acha. Las artes plásticas en Baja California Sur no tienen una historia de línea recta: se interrumpe, se traslapa, se renueva y se invade. No es circular, porque no vuelve a inicio, es, más bien, una espiral que se mueve entre los puntos cardinales y el eje del árbol de la vida.

La obra de los artistas de mayor influencia y peso histórico se asoma como pequeños manantiales a presión en las piezas de los autores emergentes; sólo hace falta ver con cautela, observar todo un cuerpo de obra, el paso de los años cortos que reflejan atisbos de los años largos. Porque hay un ente colectivo al que no escapamos, porque “nada se experimenta en sí mismo, sino siempre en relación con sus contornos, con las secuencias de acontecimientos que llevan a ello, con el recuerdo de experiencias anteriores.”[1] Nos reinventamos en todo momento pero sobre aquellas piezas ya existentes: piedra, madera, alabastro forjado a fuego de desierto.
Nos empapa el exotismo de las islas del sur, la sensación permanente de invasión, resistencia y asimilación del norte, el resguardo y el escudo, nos descubrimos en conectores recíprocos con el continente. Y ante todo, permanece un espíritu creador que parece brotar del río subterráneo, porque el oasis define al desierto, así como la obra de arte se define, tanto por lo que encontramos en ella, como por lo que no está ahí. “El papel liberador de la creación artística y la dimensión espiritualmente más profunda del placer estético que proporciona, residen necesariamente en esta revelación de lo real en medio de su experiencia”.[2] Tanto nos define lo que somos, como lo que no somos.

Esto no es una isla, así, como la obra de arte es siempre otra cosa, “es algo otro… nos dice algo: revela lo otro.”[3] La obra de arte no habla de sí misma sino de algo más allá, en todas direcciones, en diferentes planos. El goce del arte se sobrepone a mercados y antologías como ésta, se escapa del olvido cuando comunica, porque es mensaje en sí mismo.  Hay un diagrama de conjuntos en el que conviven el arte, la obra y el artista, su desarrollo individual implica ligaduras, y así como forma cimientos, también se desparrama y se afectan todas las esferas. El artista no puede ser vedette y la obra no puede ser un fetiche, pero el espectador tampoco puede ser un receptor inerte. “La obra de arte no es sólo artística ni únicamente estética: también cubre aspectos políticos o religiosos, éticos o educacionales.”[4] La obra de arte registra e influencia nuestras relaciones con el medio, nuestras escalas de valores y significantes.
Buscar el entendimiento del arte que se desarrolla en Baja California Sur no es ocioso, es encontrar la forma de integrarnos e identificarnos. Dice Julio Amador que la obra de arte, en su naturaleza de cosa, reclama ser experimentada estéticamente, y esta experiencia oscila entre la subjetividad del creador y la del observador; la obra es significada a partir de la experiencia de su percepción. Qué maravilla el acto creador del artista, pero sólo se complementa y se completa con la experiencia de la percepción en el consumidor de arte, de aquel que está con los sentidos abiertos y ve más allá de donde termina su espacio vital. Este ente receptor del mensaje precisa directrices, porque “[…] la recepción de una obra de arte y la experiencia estética, que es una parte de aquella, implican las intervenciones de la imaginación y del entendimiento.”[5] A través del entendimiento nos conectamos con el principio de realidad y a través de la imaginación con el principio de placer, logrando así la comunión de áreas distintas de la conciencia y necesarias para el goce de la obra de arte, indispensables para experimentar el arte como debería serlo también con las ciencias.

El arte en Sudcalifornia está envuelto en su gran y propio expresionismo, sus artistas privilegian la fuerza interior sobre la representación y siempre encontramos que “la belleza del color y la forma no es […] un objetivo suficiente para el arte.”[6] Ese es el hilo conductor que irriga la obra de arte sudcaliforniana y que se ramifica entre la abstracción y el simbolismo, la simplificación de las formas y la profundidad de las emociones.
Entre tantas otras cosas, el artista puede ser chamán o soldado de infantería, el arte puede ser refugio o catapulta; pero ante todo, el arte es verdad o no es arte.


[1] Lynch, Kevin. La imagen de la ciudad. Editorial Gustavo Gili. Barcelona 1998. Pag. 9.
[2] Subirats, Eduardo. La cultura como espectáculo. Fondo de Cultura Económica. México 1988. Pag.  89.
[3] Amador Bech, Julio. El significado de la obra de arte. UNAM. México, 2008. Pag. 176.

[4] Acha, Juan. Crítica del arte: teoría y práctica. Trillas. México, 1992. Pag. 126.
[5] Palazón, María Rosa. Reflexiones sobre estética a partir de Adré Breton. UNAM. México, 1986. Pag. 438.
[6] Kandinsky, Vasili. Sobre lo espiritual en el arte. CINAR Editores S.A. de C.V., México, 1994. Pag. 84.

La piezas que se muestran son autoría de: Carlos Olachea, Peter Cole y Raúl Virgen.
SUDCALIFORMA es un libro publicado por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura y CONACULTA. 
Editor: M. Fernando Sánchez Bernal