Sudcaliforma es una península rodeada de incógnitas, unida a tierra
firme solamente por una certeza, no sabemos cuál. Es una tierra de geología artística
antiquísima, de piedras pintadas y talladas, anteriores a otras culturas de Mesoamérica,
y, al mismo tiempo, un territorio de subculturas nuevas, un vórtex que atrae y
atrapa, que completa el ciclo y se renueva sobre sus fósiles. La creación del
artista enriquece y confirma el sistema de valores estéticos de la colectividad
y se retroalimenta, dice Juan Acha. Las artes plásticas en Baja California Sur
no tienen una historia de línea recta: se interrumpe, se traslapa, se renueva y
se invade. No es circular, porque no vuelve a inicio, es, más bien, una espiral
que se mueve entre los puntos cardinales y el eje del árbol de la vida.
La obra de los artistas de mayor influencia
y peso histórico se asoma como pequeños manantiales a presión en las piezas de
los autores emergentes; sólo hace falta ver con cautela, observar todo un
cuerpo de obra, el paso de los años cortos que reflejan atisbos de los años
largos. Porque hay un ente colectivo al que no escapamos, porque “nada se
experimenta en sí mismo, sino siempre en relación con sus contornos, con las
secuencias de acontecimientos que llevan a ello, con el recuerdo de
experiencias anteriores.”[1] Nos
reinventamos en todo momento pero sobre aquellas piezas ya existentes: piedra,
madera, alabastro forjado a fuego de desierto.
Nos empapa el exotismo de las
islas del sur, la sensación permanente de invasión, resistencia y asimilación del
norte, el resguardo y el escudo, nos descubrimos en conectores recíprocos con
el continente. Y ante todo, permanece un espíritu creador que parece brotar del
río subterráneo, porque el oasis define al desierto, así como la obra de arte
se define, tanto por lo que encontramos en ella, como por lo que no está ahí.
“El papel liberador de la creación artística y la dimensión espiritualmente más
profunda del placer estético que proporciona, residen necesariamente en esta
revelación de lo real en medio de su experiencia”.[2] Tanto
nos define lo que somos, como lo que no somos.
Esto no es una isla, así, como la
obra de arte es siempre otra cosa, “es algo otro… nos dice algo: revela lo
otro.”[3] La obra
de arte no habla de sí misma sino de algo más allá, en todas direcciones, en
diferentes planos. El goce del arte se sobrepone a mercados y antologías como ésta,
se escapa del olvido cuando comunica, porque es mensaje en sí mismo. Hay un diagrama de conjuntos en el que
conviven el arte, la obra y el artista, su desarrollo individual implica
ligaduras, y así como forma cimientos, también se desparrama y se afectan todas
las esferas. El artista no puede ser vedette y la obra no puede ser un fetiche,
pero el espectador tampoco puede ser un receptor inerte. “La obra de arte no es
sólo artística ni únicamente estética: también cubre aspectos políticos o religiosos,
éticos o educacionales.”[4] La obra
de arte registra e influencia nuestras relaciones con el medio, nuestras escalas
de valores y significantes.
Buscar el entendimiento del arte
que se desarrolla en Baja California Sur no es ocioso, es encontrar la forma de
integrarnos e identificarnos. Dice Julio Amador que la obra de arte, en su
naturaleza de cosa, reclama ser experimentada estéticamente, y esta experiencia
oscila entre la subjetividad del creador y la del observador; la obra es significada
a partir de la experiencia de su percepción. Qué maravilla el acto creador del
artista, pero sólo se complementa y se completa con la experiencia de la
percepción en el consumidor de arte, de aquel que está con los sentidos
abiertos y ve más allá de donde termina su espacio vital. Este ente receptor
del mensaje precisa directrices, porque “[…] la recepción de una obra de arte y
la experiencia estética, que es una parte de aquella, implican las
intervenciones de la imaginación y del entendimiento.”[5] A través
del entendimiento nos conectamos con el principio de realidad y a través de la
imaginación con el principio de placer, logrando así la comunión de áreas
distintas de la conciencia y necesarias para el goce de la obra de arte,
indispensables para experimentar el arte como debería serlo también con las
ciencias.
El arte en Sudcalifornia está
envuelto en su gran y propio expresionismo, sus artistas privilegian la fuerza
interior sobre la representación y siempre encontramos que “la belleza del
color y la forma no es […] un objetivo suficiente para el arte.”[6] Ese es
el hilo conductor que irriga la obra de arte sudcaliforniana y que se ramifica
entre la abstracción y el simbolismo, la simplificación de las formas y la
profundidad de las emociones.
Entre tantas otras cosas, el
artista puede ser chamán o soldado de infantería, el arte puede ser refugio o
catapulta; pero ante todo, el arte es verdad o no es arte.
[1] Lynch, Kevin. La imagen de la
ciudad. Editorial Gustavo Gili. Barcelona 1998. Pag. 9.
[2] Subirats, Eduardo. La cultura como
espectáculo. Fondo de Cultura Económica. México 1988. Pag. 89.
[3] Amador Bech, Julio. El significado
de la obra de arte. UNAM. México, 2008. Pag. 176.
[4] Acha, Juan. Crítica del arte: teoría
y práctica. Trillas. México, 1992. Pag. 126.
[5] Palazón, María Rosa. Reflexiones
sobre estética a partir de Adré Breton. UNAM. México, 1986. Pag. 438.
[6] Kandinsky, Vasili. Sobre lo
espiritual en el arte. CINAR Editores S.A. de C.V., México, 1994. Pag. 84.
La piezas que se muestran son autoría de: Carlos Olachea, Peter Cole y Raúl Virgen.
SUDCALIFORMA es un libro publicado por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura y CONACULTA.
Editor: M. Fernando Sánchez Bernal