viernes, 18 de noviembre de 2011

martes, 4 de octubre de 2011

Paisajes y Vistas de Gabriel Figueroa

Espiga boreal

luz de otoño perdida

devienes sombra


No hay frase que describa a todos los fotógrafos, como no hay tampoco ninguna que defina a todos los médicos o a los ingenieros. La realidad es que entre los artistas, como entre todos los oficios, hay personalidades muy distintas y hasta contrastantes. Sin embargo, hay características generalmente necesarias para la práctica de estos oficios; siempre he pensado que la primera condición para ser fotógrafo es la paciencia.

En una obra como la de Gabriel Figueroa, con alrededor de cuarenta años de trabajo profesional, no hay manera de escapar a su embrujo. Nos envolvemos en esa “paciencia”, y no me refiero a la paciencia que supone simplemente tolerancia ante lo insoportable, sino paciencia como virtud, como ejercicio espiritual. En el paisaje, el fotógrafo no puede construir la nube blanca, iluminada, la ola, la salpicadura, el relieve, la sombre de la duna, el arcoíris o el viento; ahí, el artista observa, camina, espera, vuelve a observar, anticipa, imagina, observa de nuevo y entonces, sólo entonces, encuentra: encuentra la conjunción del espacio-tiempo-hombre que convierte a cada una de sus fotografías en piezas únicas.

Figueroa recorre los espacios del paisaje como flotando, me lo imagino con su figura ligera dando pasos a medio metro sobre el suelo, sin alterar el paisaje y pasando desapercibido; creo que sus zapatos no dejan huella. Me lo imagino regresando al campamento después de horas con una sola toma magnífica.

En los paisajes de Gabriel Figueroa te sumerges, te adentras en una cierta tridimensionalidad que se logra a través del perfeccionamiento de la técnica; de nuevo, la paciencia. El artista no es sólo emociones, no puede centrarse en meras sensibilidades etéreas, necesita, forzosamente, el dominio de los códigos y técnicas que le permitan la transformación del pensamiento en resultados concretos, transmisibles, perdurables: finalmente, la obra de arte como objeto. Significa horas de estudio, prácticas, aprendizajes, técnicas, experimentación que lleva a la fidelidad de la traducción, desde la intención del artista hacia la comunicación con el espectador. Figueroa también domina esa área de la impresión fina, completa el círculo que soporta la totalidad de su trabajo.

Ese espacio-tiempo-hombre que Figueroa define como: el lugar geográfico, las condiciones del momento y la situación autobiográfica, van construyendo el discurso de sus imágenes, dentro de sus imágenes y entre ellas. La lectura cambia de una pieza a la otra, hay una coherencia pero el propósito es único en cada foto. Sin embargo, la lectura entre imágenes y en los vínculos que se crean al presentarse en colección, rebotan de una a otra con pautas musicales: tiene ritmo, tonalidad, contrapuntos…

El proceso creativo de cada fotógrafo, como el de cada artista, es diferente y lleva a resultados diferentes, no siempre se encuentra la referencia inmediata en las disciplinas afines o similares. Por ejemplo, Roberto Doisneau, fotógrafo francés, comentó en una entrevista que a él le parecía que la disciplina más cercana a la fotografía no era la pintura sino la poesía, ya que ambas toman elementos de la realidad y los conjugan para presentarlos de forma original. Para Gabriel Figueroa la fotografía es como un haikú, y esa fue la mayor revelación que pudo hacerme de su trabajo; cuando lo dijo fue como la luz que de golpe ilumina una habitación a través de la ventana… lo vi todo. Y entonces volví a observar su trabajo con otra lupa y escuché cada haikú como él sugirió que escucháramos cada fotografía.

El haikú es naturaleza breve, sobrio pero impactante, no contiene elementos que no sean absolutamente necesarios. Diecisiete suspiros en tres líneas convertidos en tonalidades. Para disfrutar más el trabajo de Gabriel Figueroa habría que leer más poesía.

Fernando Sánchez Bernal

Galería de Arte Carlos Olachea

La Paz, Baja California Sur. Septiembre de 2011

domingo, 28 de agosto de 2011

Quiróphano de Aníbal Angulo



LOS PREOPERATORIOS

No es sólo el cambio de planos, es un viaje del frente al fondo en el espacio; es también entre tiempos, siglos y visiones. Estudios anatómicos bajo luz fluorescente, escalpelos de carboncillo y pigmentos intravenosos; intervenciones de los ejes cartesianos en viajes relativos del tiempo.

Angulo nos sorprende con un giro inesperado en su temática y técnica; aunque la sorpresa no es nueva en él, tampoco el trabajo madurado, un concepto elaborado sin prisas nacido de los estímulos inmediatos y su contemporaneidad. Nos tenía acostumbrados a los cuerpos capeados de arena, a los paisajes rocosos y las ballenas talladas de zinc y ácido; improntas naturales del entorno al que ninguno escapa, todos encuentran, pero no cualquiera interpreta.

Una de las maravillas al adentrarse en el trabajo actual de un artista de larga trayectoria, es que se sienten los años: las imágenes se sostienen sobre décadas de investigación visual, de experimentación, de aprendizaje continuo; los cuerpos en la anatomía interna, médicos fascinados por el funcionamiento de sus órganos y el artista extasiado en las formas y estímulos que delinean.

LA INTERVENCIÓN



El nacimiento de esta colección es por encargo, un encargo abierto a consideración del artista pero con un estímulo más o menos definido. Parte de una conmemoración especial del hospital más antiguo de Baja California Sur, México.

El anatomista y el artista pueden ser uno sólo, bien conocido es el quehacer de Leonardo Da Vinci, y que es la referencia más directa y explícita de la conjugación de ciencia y arte (así bien lo menciona Leonardo Varela en su presentación de la exposición). Este trabajo, Quiróphano, de Aníbal Angulo, trasciende ciertos límites y nos induce a la reflexión de la fuente y origen de los oficios del científico y el artista visual. Aníbal no es un médico, pero aborda el tema insertándose en una perspectiva interior, se incluye, y construye también, las ligas atemporales con tradiciones pictóricas donde el artista se asoma en el encuadre y se transforma en el observador que es observado. Aquellas piezas en las que incluso se caricaturiza como el ojo fisgón que aparece sobre el hombro del cirujano, agregan también el humor ácido del artista que no siempre está de manifiesto en su trabajo.

La personalidad auténticamente científica o creadora es aquella que no se circunscribe a los límites de ninguna especialización. Los artistas y los investigadores universales no separan su vida de su obra: viven y obran, viven e investigan, viven y producen. Y, aunque ellos mismos son incapaces de explicar cómo descubren o inventan, descubren o inventan debido a que construyen sin detenerse a pensar en ese cómo: no es su interés explicar la creación, la invención y el descubrimiento, sino crear, inventar y descubrir. (Fernando Zamora Águila. Imagen y Razón: los caminos de la creación artística)

¿Cuánto se habrá detenido Angulo a pensar sobre la relación entre la ciencia médica y las artes visuales? Al principio poco, seguramente. Cuando tiene las imágenes y se dispone a encontrarles salida, a vestirlas o desnudarlas para su presentación en sociedad, entonces es cuando ese bagaje, todo ese equipaje enciclopédico aparece y relaciona sus imágenes frescas con las de aquellos maestros que formaron los principios de la composición, la luz y los elementos en una imagen; esas imágenes, esos maestros, ya estaban en la mente de nuestro artista contemporáneo y quedaron intrínsecamente incluidas bajo una influencia inevitable en esas visiones bizarras del quirófano.

EL DIAGNÓSTICO



“La lección de anatomía del doctor Tulp” de 1632, fue el primer encargo oficial que recibió Rembrandt y que lo impulsó como el pintor más importante del momento en Amsterdam. Una imagen que es en sí misma una lección de composición, manejo de la luz y especialmente de El Retrato como tema, viaja por la mente de todos aquellos artistas visuales con formación. Precisamente el gremio médico hace este encargo a Rembrandt como ahora se le encarga a Angulo esta colección de imágenes. Esta relación, de ninguna manera es coincidencia, es también la habilidad de un artista para relacionar o intervenir piezas ajenas con las propias; reinterpretación de la imagen y el concepto. Por mucho, ésta es la imagen que define la colección.



LA TERAPIA ITNENSIVA

La mayoría de las imágenes de la colección se caracterizan por cierta pesadez visual, muchos elementos bien balanceados, escurrimientos de colores, transformaciones, contrastes, abstracciones, etcétera. Entre estas últimas, algunas imágenes casi sin presencia humana y como rompecabezas de elementos técnicos e instrumentos médicos y de quirófano, que van construyendo imágenes con susurros de cables y máquinas medidoras de impulsos humanos… de vida.



Esas piezas nos hacen una pausa abstracta para dejar un descanso a la mente envolviéndola en otra dinámica y tocándola con más delicadeza.

Sin embargo, conceptualmente Aníbal nos ataca con una imagen que trastorna, más simple, menos saturada de elementos, colores y formas; la llena, con la fuerza de un gotero, de símbolos que sirven de eje para una gran rueda de la fortuna de interpretaciones: el Cristo muerto sobre la mesa del quirófano.



La obra original pertenece a Hans Holbein, un alemán de principios del siglo XVI (la obra es del año de 1521) y representa al Cristo muerto que yace sobre una plancha de madera cubierta con un manto blanco, otro manto le cubre la cadera y el sexo, sus músculos se ven tensos y sus articulaciones resaltadas. Un cuerpo que se ve fuerte pero estropeado, con los ojos abiertos y dudosos entre la vida y la muerte, la boca como en el momento de la última expiración; no termina y no deja aún ese espacio al vacío que lo espera.



Todos conocemos la agonía y el final de Cristo según la creencia popular, y que nada podría evitarle la muerte ya que estropearía su plan de resurrección. Aníbal traspasa este Cristo a la mesa de operaciones, en una escena que parece el final de una intervención fallida, un cuerpo agredido y abandonado que se desprende de sí mismo, se abandona ante la indiferencia o el lamento de un médico aún ataviado con sus ropas de cirujano. La luz de las lámparas parece absorber al moribundo mientras su pecho se encorva bajo esa atracción. Está solo, abandonado, ante una muerte inevitable y ante el espacio vacío.

EL ALTA

¿Qué sería del arte si no nos transportara a otros estados mentales, si no nos tocara en todos los sentidos y en todos los humores, qué sería si no encontráramos en él nuestros demonios y nuestras benditas faltas, si no lo tuviéramos de asidera y de grillete para llegar al lugar donde finalmente nos reconozcamos?

martes, 15 de febrero de 2011




“Cerca de la tierra” de Elizabeth Moreno Damm

Rostros de corteza y piedra sedimentaria, acumulados de años, generación tras generación; rostros de certezas. Familias fósiles desempolvadas por la mirada paleontológica; a las pruebas de carbono me remito. Manos erosionadas, curtidas de tiempo, de paciencia. Olfato tenaz que al arrastrar los pies por las veredas marca su territorio sin fronteras, con cercas imaginarias de boca en boca. Eslabones espirales de la cadena evolutiva, como máquina del tiempo en el espacio.

Ahí nomás, traslomita, los ves arreando a las cabras y trampeando a las liebres. Sus casas cimentadas en la terquedad de su terruño, su querencia, pues. Colgando de cielos de palma y con las plantas de los pies enraizadas y esperando el temporal.

El trabajo de Elizabeth Moreno es siempre un viaje: del asilo a la sierra, de la infancia a las arrugas, del subsuelo a la acrobacia, del instinto a la razón… Porque el mérito del fotógrafo documental es encontrar precisamente esos instantes cotidianos que no alcanzamos a ver, recortarlos de la escena, desescamarlos, a punta de cuchillo desollarlos con un corte a la vez. Al final, lo entrega digerido para hacernos sentir “como si estuviéramos ahí”.

“Cerca de la tierra” no es solamente un registro de la vida cotidiana de los ranchos, no es el retrato de Don Ramón o la Marcela. No sabemos sus nombres o dónde viven, pero Elizabeth nos restriega en la cara su enfrentamiento diario, hora por hora, sus escaramuzas con la naturaleza. Y digo restriega, porque las imágenes de Elizabeth siempre son fuertes, como las pinceladas de Orozco que se me figuran hechas con mazo. Detrás de ese semblante dulce, hay una maquinaria pesada de pensamiento y estética que opera la cámara como un rotomartillo.

Conocí a Elizabeth Moreno cuando, hace más de diez años, coincidimos al ser invitados a una exposición colectiva de fotógrafos de varias generaciones; ella tenía 16 años y era la más joven. Su trabajo me sorprendió desde entonces por su calidad y dedicación. A partir de ahí, y para mi propio deleite y aprendizaje, he seguido su evolución. Su trabajo es dedicado y meticuloso, hasta los límites, siempre.

Dana Rothberg, la cineasta, comentó alguna vez que para crear, para ser un artista, “tiene que irte la vida en ello”. En pocos encuentro eso, y Elizabeth es una de ellas: no vive de su trabajo, no vive por su trabajo, sino que vive a través de su trabajo; la experiencia de vida es la experiencia de fotografiar. Y eso se nota: los espectadores quedamos atrapados en sus imágenes porque son congruentes, netamente honestas. Como en el teatro, aunque la foto en sí misma no es realidad sino una analogía de ésta, las fotos de Elizabeth son “verdad” y esas son las experiencias que no pasan de largo.

Desde hace algunos años he comentado en círculos cerrados mi opinión sobre Elizabeth Moreno, de la que ella apenas va a enterarse ahora: es la fotógrafa más importante de su generación, y de otras varias, así como una de las artistas plásticas que tendrá mayor trascendencia, no sólo en las artes, sino en la cultura general de esta zona del País.

Fernando Sánchez Bernal
Galería de Arte Carlos Olachea
La Paz, Baja California Sur. Febrero de 2011