La raíz de mi árbol, retorcida;
la raíz de mi árbol, de tu árbol,
de todos nuestros árboles,
bebiendo sangre, húmeda de sangre,
la raíz de mi árbol, de tu árbol.
Yo la siento,
la raíz de mi árbol, de tu árbol,
de todos nuestros árboles,
la siento
clavada en lo más hondo de mi tierra,
clavada allí, clavada,
arrastrándome y alzándome y hablándome,
gritándome.
La raíz de tu árbol, de mi árbol.
En mi tierra, clavada,
con clavos ya de hierro,
de pólvora, de piedra,
y floreciendo en lenguas ardorosas,
y alimentando ramas donde colgar los pájaros cansados,
y elevando sus venas, nuestras venas,
tus venas, la raíz de nuestros árboles.
la raíz de mi árbol, de tu árbol,
de todos nuestros árboles,
bebiendo sangre, húmeda de sangre,
la raíz de mi árbol, de tu árbol.
Yo la siento,
la raíz de mi árbol, de tu árbol,
de todos nuestros árboles,
la siento
clavada en lo más hondo de mi tierra,
clavada allí, clavada,
arrastrándome y alzándome y hablándome,
gritándome.
La raíz de tu árbol, de mi árbol.
En mi tierra, clavada,
con clavos ya de hierro,
de pólvora, de piedra,
y floreciendo en lenguas ardorosas,
y alimentando ramas donde colgar los pájaros cansados,
y elevando sus venas, nuestras venas,
tus venas, la raíz de nuestros árboles.
Nicolás
Guillén
(Angustia segunda. Tus venas, la raíz de nuestros árboles)
Lo que sucedió el jueves 16 de
agosto de 2018 en el Centro de la Imagen de la Ciudad de México más que una inauguración
fue una revelación: Africamérica es un continente en el que hemos flotado a la
deriva durante siglos, es una fosa de caldo primigenio alimentado de polvo de
estrellas.
- ¿Para ti qué es África? - pregunta el curador a los
habitantes de muchas de las comunidades del continente. Pero es una pregunta
que debe hacerse la humanidad a sí misma, de forma directa y también simbólica,
porque para nuestra especie África significa origen, desde aquella migración en
la que abandonamos erguidos la primera cuna.
A partir de proyectos fotográficos y de una narrativa que va
desde la contemporaneidad, Claudi Carreras propone, por sobre todas las cosas,
repensar la diáspora africana y el reconocimiento de su integración en la
cultura de América Latina, con todo lo que ello implica, como su expansión en
todas direcciones.
Los procesos identitarios van más allá de una combinación de
problemáticas, definiciones o categorizaciones. En países como el nuestro, como
ha mencionado Odile Hoffmann, aún se divaga entre la afromexicanidad y el
concepto de etnicidad, a diferencia de otros países del continente, donde el
debate se ha superado. Sin embargo, se mantiene de forma permanente la reflexión
entre identidad colectiva e identidad individual, tanto por la influencia del
ambiente como de la situación social, en entornos en los que el
autorreconocimiento es manifiesto en sí mismo. ¿Nos definimos en semejanza o en
diferencia con el otro, con los otros?
Pero definitivamente el esfuerzo mayor no se enfoca en la
definición terminológica sino en la vertiente de la lucha contra el racismo y la
discriminación, y la búsqueda de marcos que legitimen esos movimientos de
avanzada dentro de un entorno de identidades múltiples.
Es paradójico que la lucha por el reconocimiento tenga que
partir de un enfoque sobre las diferencias, aunque esas diferencias son también
las que nos hacen únicos y enriquecen el mosaico identitario de todo el
continente. A partir de la desmitificación y la refutación de ideas
estereotipadas desde la Colonia hasta la vida moderna, como ha profundizado
María Elisa Velázquez, y que nos han formado una idea errónea de la cultura del
mestizaje, especialmente en México. Es decir, el concepto formulado para
fortalecer la idea de nación que ha dejado fuera todo lo que no es europeo o
nativo americano, pasando por alto principalmente a la afrodescendencia, como a
otras migraciones integradas en la actual multiculturalidad de la región.
Pero a pesar de que Africamericanos es una investigación
bien documentada y sustentada en trabajo de campo, no es una propuesta
académica, sino que apela a las emociones del espectador en un diálogo directo
con las imágenes y las presencias de la afrodescendencia, y que invitan a la
reflexión a través de un espejo historiográfico y de reivindicación.
El origen africano se puede asumir a partir de la piel y los
rasgos, y construir metáforas en las que al mismo tiempo que se identifica un
dolor histórico se plantea con ironía una suerte de paraíso, como en los
trabajos de Rosana Paulino y Eustaquio Neves. Ambos interiorizan una
búsqueda de la ancestría en la experimentación fotográfica filtrada por la plástica
y la superposición de imágenes e ideas.
En un sentido similar, Hugo
Arellanes reflexiona sobre el propio origen a partir de su cotidianidad y
de la familiaridad que representa el entorno, muy cercano, muy inmediato y
materializado en su propio contexto. Y
en otra vertiente, Karina Aguilera
Skvirsky va encontrando los rastros de sus ancestros centenarios basada en
la vivencia del camino de sus parientes cercanos. A partir de las veredas
recorridas por su abuela también nos adentra en sus imágenes que doblan el
tiempo y el espacio; un breve homenaje a los que construyeron los vasos
comunicantes del continente desde el trabajo forzado y que abrieron el camino a
las futuras generaciones. Las imágenes de Karina son una mezcla de origami y
haikú en el que se juntan los tiempos de forma poética.
El golpe directo y sin matices a los estereotipos parte de
las propuestas de artistas que hacen uso de la instalación para plantear un
discurso que requiere de más elementos. En una vía contemporánea, Marton Robinson se presenta a sí mismo
en una introspección en la que se re-descubre a través de esos estereotipos y
signos de la cultura popular con los que se encuentra en pugna constante.
Marton apela a una crítica en la que no repara en sostenerse en una
afrodescendencia plantada en el siglo XXI que no olvida el pasado. Por su
parte, Jonathas de Andrade retoma
directamente elementos que parten de la institucionalidad y de una oficialidad
caduca de mediados del siglo XX para resaltar los prejuicios fabricados que han
lastimado comunidades enteras. En contraste, Yomer Montejo, también desde su afrodescendencia, retoma algunos de
los estereotipos y lugares comunes, y los ataca con transparencia, borrando la
parte más obvia del fenotipo y mostrando que somos iguales más allá de lo
obvio. Lugares comunes como el cabello, en el que se enfoca Liliana Angulo para rastrear un rasgo
de identidad ancestral y que no sólo se mantiene, sino que se adapta a nuevas
épocas y circunstancias.
Por otro lado, en la búsqueda y desde el espíritu crítico
que reconoce la identidad de un país desde la diversidad de su cultura, se
emprende la representación de simbologías a manera de mapas mentales
sintetizados en el trabajo de Mara
Sánchez Renero como en el de Koral
Carballo e Isadora Romero. Fotógrafas
que se acercan a un tema, lo interiorizan y lo devuelven con un sentido de
tesis provocativa, desde la analogía historiográfica, la desmitificación y
deconstrucción de estereotipos. En paralelo, Jorge Panchoaga, realiza un análisis en una vía más antropológica pero encontrando
una salida expresiva también en la representación y la reinterpretación de la
historia y la leyenda. Estos fotógrafos consiguen un planteamiento escénico que
hace énfasis en la deuda histórica que como sociedad tenemos con las
comunidades afrodescendientes, y a través de ficciones representan una realidad
más profunda que la que encontramos a simple vista.
El gran cuerpo de Africamericanos está formado por
acercamientos personales, pero una serie de esos acercamientos está más del
lado del documento presencial, de la fotografía directa que muestra los
pliegues entre familias, entre comunidades, algunas más aisladas que otras. Así
Yael Martínez se acerca a los
habitantes de la Costa Chica para abrirles la puerta de su cámara hacia su
casa. Lorry Salcedo comparte un
fragmento de un álbum que ha venido formando por años y que se antoja familiar,
es cercano y rítmico; uno de los pocos proyectos en los que se asoma la música
como aglutinante de una cultura. Estos fotógrafos saben encontrar los rostros
en el aquí y el ahora a la manera de cronistas locales.
En un trasfondo más antropológico, Nicola Lo Calzo, entre el asombro y la historia, busca separar los
antecedentes de esclavitud de las condiciones actuales de comunidades
afrodescendientes para entender cómo estos pueblos de la mitad del continente
han encontrado lenguajes propios, no sólo en el habla sino en las
representaciones simbólicas, los usos y las costumbres. De alguna forma, como
las danzas que se asoman en las imágenes de los diablos de Nelson Garrido, que parten de un origen tanto etnográfico como de
cultura popular, pero que dejan ver un interés más comprometido del fotógrafo
con la vida de su país. Como Manuel González de la Parra o Claudia Gordillo y María José Álvarez, que dejaron finalmente una recopilación bien
armada en material editorial de trabajos de investigación de largo aliento
sobre un tema en el que fueron adentrándose poco a poco y en el que terminaron
inundados. Así también, Leslie Searles,
trabaja en la exploración de un espacio simbólico que determina una referencia
de memoria para el mundo, como es Yapatera, una puerta de Perú al Pacífico para
la entrada de esclavos y que arrastra hasta la actualidad fragmentos de
humanidad.
Gran parte de esa cultura de la identidad, que puede
rastrearse por diversos laberintos intercontinentales, está narrada también
entre las creencias y mitologías que se guardan en las migraciones, como lo
muestra José Medeiros en su serie
Candomblé y en los primeros acercamientos al registro fotográfico de rituales
ligados a la afrodescendencia en Brasil. Y en una visión contemporánea, Cristina de Middel y Bruno Morais siguen los rastros de Esú para ir develando entre fronteras
las ligas que también se vuelven culturales y se arraigan como parte de nuevos
imaginarios y panteones. La encrucijada que presentan Cristina y Bruno también
es metáfora de la diáspora africana, dispersa en todas direcciones. Pierre Verger también hace un
manifiesto similar con anterioridad, entre el Candomblé y los usos y
costumbres, se muda de latitud como de nombre: Fatumbi remueve los filtros que
lo alejan de sus motivos y se apropia de una cultura a la que también se rinde.
Carolina Navas y Luján Agusti parten de retratos muy
personales, en complicidad con la gente de la comunidad, para incidir en el
espectador con miradas intensas que invitan a conocer historias más profundas.
Retratos posados que se presentan como clásicos pero son más provocadores que
tradicionales. En contraste, Josué Azor
retrata momentos íntimos e improvisados de una comunidad refugiada en la noche
y en la juventud, en una sensualidad que permite esbozos de la diversidad en un
país con mayoría afrodescendiente, como es Haití.
Pero el retrato encuentra su punto más emocional en los
trabajos de Sandra Eleta y Maya Goded. Con procesos totalmente
individuales, pero con ciertas líneas de similitud, estas fotógrafas se
integran en una comunidad antes de explorar con la cámara. Sus visiones son
cercanas y cálidas, se nota en las miradas. Para ellas la fotografía parece un
pretexto para integrarse, o una conclusión que resulta de una experiencia de
vida. Luisa Dörr, por su parte,
explora esa misma dinámica pero en la historia individual de Maysa, a quien
sigue por varios años y con la que entrelaza una espiral que va y viene entre
su vida y el quehacer fotográfico; un ensayo que va de lo personal a lo público,
ida y vuelta. Así como Pablo Chaco
también enfoca su visión en una exploración personal desde la no-imagen de
aquel que no puede ver con los ojos pero que nos adentra en su universo
natural.
Entre todas las propuestas personales el curador pone un
acento, una selección que es casi como una nota al pie, un recordatorio de la
humanidad desde su común denominador: la piel. Maureen Bisilliat, más que un ensayo, esquematiza un poema con
pequeños trozos de verdades, sintetiza y traspasa la pele preta, inundada de luz. El trabajo de Bisilliat es el único en
la muestra que parece dejar completamente al margen conflictos y diferencias
para centrarse en una mirada que verdaderamente traspasa las pieles.
En una colección heterogénea pero significativa, la
selección del Fondo del Consejo Mexicano
de Fotografía retoma imágenes aisladas de autores que exploraron el tema de
las comunidades o personas afrodescendientes en algún momento desde los
setentas. Más que una propuesta uniforme, este grupo de imágenes son pequeñas
piedras angulares que sostienen la gran pirámide en el tiempo y el espacio.
Y en una pausa que nos obliga a poner la vista en el futuro
pero un pie sobre la tierra, Nicolás
Janowski y Angélica Dass
desentierran viejos y nuevos traumas en los que los grupos en el poder
encuentran mecanismos para mantener un estatus social que condiciona a la
separación, sostenidos sobre la invención de las razas y las supuestas
superioridades. Estos dos fotógrafos encuentran sólidas salidas visuales que
critican sin tapujos a los perpetradores de manifiestos caducos. Y en el
análisis mediante la recopilación de esas mismas expresiones, y como una
especie de sitio simbólico de memoria, Humberto
y Luis Rodríguez Pastor hacen acopio de materiales racistas publicados,
entre sutiles y descarados, pero que al ponerlos sobre el muro se hacen obvios
y reprobables. En sentido contrario está el origen del Archivo de Juan García Salazar, en donde a pesar del olvido y el impensable
abandono en que se encontraba, hay una mano que lo reivindica porque reconoce
en este fondo un lazo común a la humanidad. Una serie de imágenes blanqueadas
en lo físico y lo metafórico, solarizadas accidentalmente pero en un acto de
permanencia testaruda.
Y más allá de las cifras y efemérides que acompañan la exposición,
el curador, provocativamente, deja unos focos rojos encendidos para poner
énfasis en rostros que evidencian graves cicatrices en la humanidad, todavía
después de la Colonia. Por un lado, los retratos de las amas de leche de Eugene Courret, en los que a través de
su presencia recordamos la forma en que estas nodrizas eran borradas de la
imagen e ignoradas en un segundo plano como entes libres de emociones, antes
que de libre albedrío. Y por uno de los lados más amargos de la historia de la
civilización, a través de los archivos históricos del Instituto Moreira Sales, Carreras nos enfrenta con las únicas y
desgarradoras miradas verdaderas de personas esclavizadas, retratos de estudio
como en una especie de gabinete macabro de curiosidades, con fines quizá
antropológicos, y en pequeñas postales que son como el golpe de un mazo en el
pecho. En estas vitrinas nos dice – esto hemos sido, recordemos. –
Y no es casual que junto a ese recordatorio de la soberbia,
se escuche la voz que desde el principio de la exposición retumba a lo lejos:
el acento peruano de Victoria Santa Cruz.
Es la mujer que recibe desde niña la palabra “negra” como un proyectil; lo
absorbe, lo digiere y lo transforma en grito de identidad. ¡Negra soy! Un
magnífico epílogo de reivindicación en el grito no solamente desde la
afrodescendencia en una región de América ancestral, sino también desde lo
artístico y lo femenino. Reivindicación, repito, porque de todas las veredas
que muestra Africamericanos la más importante y el hilo conductor que permanece
es la resistencia, el espíritu del cimarronaje desde los rostros marcados de
aquellos esclavizados, hasta las máscaras y los sables filosos que son las
miradas jóvenes de Tumaco, Palenque o Coyolillo. Y con la voz de Victoria a la
espalda se ven con mayor profundidad los murales de Baltazar Castellano, Gustavo
Esquina de la Espada y Manuel Golden, espíritus cimarrones vivos y activos,
profundos y propositivos. De la costa de Panamá a la Costa Chica mexicana,
honran a sus ancestros con poesía y color, a través de una simbología mestiza que ha atravesado mares y territorios.
Han pasado más de cinco siglos desde la llegada de los
primeros africanos esclavizados al continente americano, y hoy todavía sus
descendientes cargan unas alforjas tan pesadas que los pone en desventaja
artera. Nacer hoy en una comunidad afrodescendiente en América Latina significa
tener, por lo menos, de dos a tres veces menos oportunidades para superar sus
condiciones adversas. Décadas después de haber superado y entendido que el discurso
de las diferencias de razas es falso, persiste la discriminación por colores y
rasgos.
El tema se ha abordado desde la genética, la sociología o la
psicología. Claudi Carreras se dio a la tarea de abordarlo desde la imagen y
formó un discurso soportado en proyectos que permanecían apartados y que hoy
forman de nuevo un alfabeto para la comprensión de nosotros mismos. Es claro
ahora que Africamericanos no es una exposición para los afrodescendientes, es
una exposición que debe afectarnos a todos en nuestra identidad integrada.
¿Para ti qué es África? – Insisto: África es origen –
“En el momento que entendamos que en
lo único que somos iguales es que somos distintos, las fronteras caerán
inestables a tus pies, las fronteras se irán de países y de piel…” (fragmento
de la canción “Fronteras” de Punto Fragata)
Visita virtual a Africamericanos en el sitio de la Fundación Pierre Verger, gracias a Alex Baradel: http://www.pierreverger.org/br/acervo-foto/exposicoes/acontecendo/exposicao-africamericanos/visita-virtual-da-mostra.html
Gracias a todo el equipo del Centro de la Imagen por su hospitalidad y profesionalismo.