La gota es un modelo de concisión:
todo el universo
encerrado en un punto de agua.
José Emilio
Pacheco
El arte moderno se ha percibido
muchas veces como alejado de la gente común, elitista. Se ha arraigado con el
paso de los años la sensación de que es necesario estar dentro del mundo de la
intelectualidad para poder incluso acercarse a la contemplación de la obras de
arte. Los movimientos revolucionarios como el surrealista o la evolución del
expresionismo hasta el arte abstracto, dieron la sensación de despegarse de las
masas; esto obedece más a fenómenos comerciales o de comunicación que a un
alejamiento intencional de los artistas. Para ayudarnos a entender la relación
arte-artista-público, Ernst Gombrich hace un planteamiento muy claro en la
introducción de La Historia del Arte:
No existe realmente el Arte. Tan solo hay artistas. Éstos
eran en otros tiempos hombres que recogían tierra coloreada y dibujaban
toscamente las formas de un bisonte sobre las paredes de una cueva; hoy,
compran sus colores y trazan carteles para las estaciones del metro.
Por supuesto que el entorno
histórico y social son también factores que determinan las funciones del
artista y su influencia en la comunidad, sin embargo, el planteamiento de
Gombrich nos hace ver cómo la esencia del arte radica en el artista y en
nuestro pensamiento natural primitivo.
Aunque es claro también que el arte contemporáneo se disfruta más cuando hay un
respaldo intelectual que se combina con el de la experiencia sensorial. Esta
esencia del arte primitivo, orgánico y cotidiano, es lo que prevalece a lo
largo de más de treinta años del trabajo de Salvador Rocha.
Salvador es básicamente un
autodidacta y ha mantenido intacta cierta pureza en su proceso creativo; es un
hombre sumamente apegado a los estímulos ambientales de su entorno. Las
esculturas abstractas de Rocha no vienen de la academia sino de la observación
y la asimilación de sus materiales. Él está más cerca de aquellos hombres que
marcaron los muros de las cuevas con minerales y tallaron las rocas con
símbolos de su cosmogonía. Los demás percibimos y analizamos esos gestos
expresivos rupestres, pero él los experimenta: ha encontrado el espíritu de la
roca de yeso, del alabastro, de la madera que naufraga, de la veta a la deriva;
su proceso creativo comienza al adentrarse en el desierto.
Sus esculturas tienen una
interacción única con el espacio, el aire que las circula también las define.
Tienen raíces y serpentean por la tierra. Nos traen secretos de la tierra y del
mar. El trabajo de Rocha es abstracto o tiende a la abstracción porque así es
la naturaleza cuando se le percibe con ojos nuevos.
Su trabajo se asemeja a algunos
de los expresionistas alemanes de principios del siglo XX, como las esculturas
biomórficas de Hans Arp o los cuerpos reclinados del inglés Henry Moore, porque
parten de generatrices similares: las formas orgánicas y naturales. Como con
aquellos europeos, es indiscutible que
sus piezas nos hablan de los espacios más allá de la civilización, y encuentran
la conexión precisa entre el exterior y el interior. Son espirales desdibujados
que se entrelazan, cintas de Moebius que destacan el movimiento perpetuo.
Salvador Rocha mantiene la
impronta ingenua que las vetas de la madera y la piedra le marcan, nos devela
los soplos que permanecían encerrados en los materiales. Sus piezas son
honestas y abiertas. Al final, sus manos son como el mar y el viento que
erosionan los cuerpos y forman paisajes.
M. Fernando Sánchez
Bernal